LA ESPERA
-
Nunca creí
en el fuego, hasta aquel día, el preciso instante en que me topé con su
mirada.
Era la frase que Quattro, así
se hacía llamar, usaba como saludo queriendo perpetuar así el recuerdo del
náufrago que hoy es. Me la repetía en cada visita que yo realizaba a aquella
residencia de ancianos donde permaneció ingresado como mi padre, hasta el día
de su muerte. Luego, fiel a un compromiso no firmado continué con mis visitas
quincenales, a veces semanales. Él recibía mi presencia, mi compañía, a cambio
yo me convertí en el valedor de sus confesiones.
“Nunca creí en el fuego…” eco
de un monólogo, súplica del reo que reitera su inocencia camino del patíbulo. El día que Quattro me hizo partícipe de su
historia, entreví en sus palabras una incertidumbre que no supe comprender, un
convencimiento de que aquello lo mantuvo el resto de sus años. Un hachazo
certero había cortado su vida, dividiéndola en un antes y un después, y en aquel
momento no sé qué dioses de un cielo aún por descubrir, le eligieron para aquella
misión, nombrándole guardián de un secreto jamás revelado, de un misterio por
descifrar. Presintiendo algo que en aquel momento no intuí, tomó la decisión de
elegirme para perpetuarlo.
Hoy he hecho esa frase mía,
anhelando que un día tome cuerpo y forma en alguien. Tal vez así mi vida
también navegue entre ambas orillas del antes y de un después.
Ese día Quattro cumplía ochenta
y dos años. Lo que me contó había ocurrido treinta años antes, pero por la
lucidez de sus palabras y el brillo en sus ojos, parecía que hubiese acontecido
el día anterior. El tiempo eternamente detenido, feliz en su propia prisión
treinta años después. Los mismos años separaban sus edades, sus vidas.
Ella sentada en la primera fila
del aula, él en la tribuna presentando a aquella joven audiencia a la persona
de quien usurpó su alias. Muchas veces le pregunté el porqué de ese nombre, recibiendo
siempre la misma respuesta esquiva:
-
Me gusta
cómo suena al pronunciarlo.
Al parecer nada más comenzar la
conferencia se sintió arponeado por una mirada que no era para él. Imposible
ser el destinatario de tal privilegio. Perturbadora, fue la primera imagen que
le sobrecogió. Intentó varias veces desviar su mirada hacia ella, titubeó,
disimuló, imaginó incluso que la robaba, que se adueñaba de ella.
Yo creo que el robo se
perpetró, pero que nunca fue denunciado y que él jamás se atrevió a confesarlo, convencido de
que le acompañaría como despedida de un final que presentía próximo.
-
Una luz capaz de guiar a un ciego,
balbuceó, para intentar
explicarme lo que sintió, lo que vislumbró en aquel inocente gesto de los ojos
de aquella joven de veintidós años, seguramente recién cumplidos.
Intuí que ahí terminó una vida
que dio paso a esta sed que le ahoga los recuerdos, en la que se ha zambullido
durante estos últimos años. Me confesó que no tenía voluntad de vivir y que,
sin embargo, aquella visión le aferró a este lado del paraíso.
Aún hoy continúo preguntándome
si es posible que exista una mirada así, que exista una mujer capaz de transmitir
ese misterio, de hipnotizar y transformar una vida, reflejo de un espejo vacío.
Intento imaginarme a esa mujer, eternamente joven para él. Algo así como la
mezcla de una maga y una amazona. De ser así, Quatttro debería haber elegido
como alias el nombre de Teseo, el único dios que consiguió doblegar el corazón
de una amazona.
En una de las visitas me contó,
no sin cierto rubor, que aquel fugaz sobresalto le había hecho regresar a uno
de sus libros preferidos, cuyo inicio repetía como cuentas de un rosario: “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis
entrañas…”, encontrando ahí el consuelo a la llegada torrencial del cúmulo
de años que lo abatían.
Al terminar la conferencia se
intercambiaron algunas palabras de mutuo agradecimiento. Y si existió tal robo,
debió de cometerse en aquel preciso instante. No existía otra posibilidad, otro
momento. Nunca más volvió a saber nada de ella. Nunca más la vida le regaló la
gratitud de otro encuentro y, sin embargo, llevaba treinta años con el mismo
juramento entre sus labios.
¿Se puede vivir de un
imposible? Tal vez lo inalcanzable da sentido a la espera. “Hay un placer en la agonía de esperar al que no llega”… Tengo
subrayada como salvación esta cita en un libro de Bufalino. Creo que Quattro llevaba tatuado esa frase en algún lugar de sus pérdidas, como yo
llevo tatuado en mi antebrazo izquierdo el número 174517, nombre con el que los
nazis rebautizaron a Primo Levi.
Desde el día de su cumpleaños
hasta la llamada telefónica de la residencia habían transcurrido casi nueve meses.
Me dijeron que de madrugada tocó el timbre de las urgencias y que al entrar en
su cuarto y justo antes de encender la luz, tan sólo escucharon una súplica:
-
No apaguéis esta luz.
Las enfermeras intentaron
transmitirme su perplejidad ante tal petición. No respondí, pero yo sabía
perfectamente de dónde procedía ese destello que le deslumbraba y al que se
aferraba. El reencuentro tan anhelado calmaba por fin su espera. Treinta años
después había regresado aquel fuego. Supe, sé, que fue el beso que yo también
querría en mi despedida.
Había dejado en el Centro mi
número de teléfono con el ruego de que
me avisaran con antelación suficiente si algo le ocurría. Pero siempre hay
llamadas que llegan tarde, demasiado tarde, y despedidas a las que al parecer
ciertos mortales no tenemos derecho a tener. Una de las enfermeras me entregó
una bolsa, Quatttro le pidió el día anterior
que por favor me la entregara. Su despedida llegaba veinticuatro horas
antes, eligiéndome a mí como heredero de sus únicas pertenencias, ya que las
ropas, si estaban en buen estado, se quedaban en poder del Centro para ser
reutilizadas por otros residentes. Contenía un librito subrayado, manoseado por
el uso, un librito que había envejecido a su lado. Recordé que en alguna
ocasión lo citó de pasada, como quien se ve en la necesidad de revelar un
secreto pero al mismo tiempo teme desvelarlo, compartirlo: “La casa de las bellas durmientes”.
Durante el tiempo que duró
nuestra amistad jamás me atreví a preguntarle por el nombre de aquella mujer.
Él nunca lo pronunció, pues los oráculos no se comparten.
En la segunda página, bajo el
título del libro había escrito:
Para Ti
Por haber llegado a tiempo
(y
fechado en el día anterior de su óbito)
Tenía tachado algo, quise creer
que sería el nombre que tanto deseaba conocer. Seguramente dudó, me lo mostró
durante algunos segundos pero al final se arrepintió, decidiendo llevárselo
consigo, dejándome este sabor de almendra amarga en la boca y en la espera.
A veces sin saber porqué me descubro
dando cuerda al reloj, pretendiendo engañar con ese gesto al tiempo, haciéndole
creer que no me importa esta espera que me angustia.
-
Cree sólo en los ojos
Fue su despedida en mi última
visita, desde su cama y antes de cerrar la puerta de su habitación, no sólo su
voz sino también su mirada pronunciaron las misma palabras, tal vez como
premonición, llave que abre la puerta a la luz de la contemplación, cual
oráculo que yo debía adivinar, provocando en mí mayor desasosiego.
Hoy soy el depositario de este
tesoro y temo no poder encontrar a su destinataria, necesito que ella conozca
por mi boca esta historia tan celosamente guardada.
Seguiré aguardando su llegada y
temiendo…
¿Qué será de mí ante el descubrimiento
de esa mirada?